21 de julio de 2015

Hasta Brooklyn

Amar es más dañino que extrañar.
Te amé.
Blanco multicolor.
Tatuajes estriados que para siempre hablan de las etapas de la idiotez:
Extrañarte.
Te extraño como puedo decir que extraño el sabor dulce cuando despierto de madrugada con ganas de azúcar.
Si me aguanto, pasa.
Como todo pasa también.
No por lo que era sino por lo que pude, pero ya nunca fui.
Se encoge la piel, guardiana del alma.
Se agranda el alma, escondite divino.
Correr y correr.
Escapar de estarse persiguiendo: la serpiente que se come a sí misma porque de los demás está ya harta.
Y porque puede.
¿Qué sabor nuevo encontrará al morderse? Lo que da vida, mata.
Todo tiene algo de remedio en su veneno.
Hasta morir.
Si algo he aprendido del amor, mi amor, es que se acaba.
Es una broma práctica: llega más lejos que cualquier palabra. Y se acaba.
Te extraño a morir.
El extraño calor de tus brazos.
Siempre insuficientes para quien tiene el problema más grande del mundo: cargar consigo mismo.
Ni los brazos más grandes dan para cargar con uno mismo, por eso te pedí que me cargaras.
Qué lejos, Miriam.
Hasta Brooklyn.
Qué lejos de mí. Qué cerca de la madrugada.
Te vuelvo a inventar y me subo a tu memoria.
Incómodo e innecesario.
Azúcar.
Nunca, qué bueno, te hablé de la cubana.
Silencio dulce.
Y lo que daría por escuchar otra vez tu silencio. Ternura.
Azúcar en cantidades industriales. Azúcar tanta que haga daño.
Todo en exceso empalaga, hasta extrañarte.
Esa lucidez de cuando callabas y lo entendías todo. Yo sé que lo entendías todo.
No te quiero olvidar. No podría.
Ya lo he intentado.
Lo lograste, ricura.
Yo, en cambio, no.
Cómo nos fuimos a encontrar.
Iteración de la quietud.
Como la luz cuando deja de entrar por la ventana.
Aquél febrero catorce, ¿te acuerdas?, que nos escapamos.
Persiguiendo el amor.
Porque escapar es perseguir.
Y nos perseguimos hasta perdernos.
Oscuridad de un cuarto sin luz.