13 de junio de 2011

El día que mi escritor se cansó de escribir sobre mí

Un día Tomás se encontró desolado. Hablaba como máquina, entendía sólo lo más básico del mundo que le rodeaba y atendía torpemente sus relaciones interpersonales. Pero un resquicio de consciencia —acaso de esperanza— hacía ruido diariamente; lo despertaba, lo adormecía, lo guiaba.
Leyendo por leer —cualquier cosa o algo extraordinario—, sin entender demasiado, se dio cuenta de lo que le pasaba: su escritor, como puede sucederle a cualquiera que, acostumbrado a moverse demasiado en el mundo de las palabras, se tome un momento para reflexionar sobre lo que está adentro y lo que está afuera, se vio agotado.
Así Tomás, que se hallaba buscando sin encontrar, tras mucho haber encontrado sin buscar, detuvo cualquier posible atisbo de reflexión. Hizo una mueca sorda, casi ficticia, y volteó hacia arriba. "No dejes de escribirme", suplicó. "Por favor, no dejes de escribirme". Sin saber si sus palabras tendrían un eco permanente, efímero o nulo, Tomás volvió a voltear hacia su tierra, hacia su dominio, hacia su realidad; se encontró escrito una y mil veces sobre las superficies de su planeta. Escuchó por fin una voz que le dijo (él no lo recordaba, y por eso creyó que la voz le dijo por primera vez algo que, en realidad, sólo le estaba repitiendo): "Tras mucho mirarte en el espejo de tu propia vanidad —interna y externa—, es un buen momento para que te mires en el espejo de los demás, te sorprenderás al encontrar cuan parecidas son sus diferencias".
No, en realidad no lo habían dejado de escribir, transcurría por un pasaje bastante iterativo, pero no lo habían dejado de escribir.

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