30 de diciembre de 2009

La luz que me imaginé

Pensaba en por qué debería escribir en ese momento, mientras me iluminaba una luz que me imaginé (me imagino). La luz que imagino nunca me ilumina, es verdad, pero es que es ésa la tarea de la imaginación. Nunca es verdad.
Detuve entonces el reloj —no pararía de caminar— y encendí la luz. Todavía estaba allí, todavía me miraba a los ojos.
"¿Te pasa algo?", pregunta. Imagino que sí, pero no digo nada:

23 de diciembre de 2009

Y, ¿lo disfrutó?

"A mí me es útil la presión", dice el señor Wattford, mientras bebe de un solo trago su café, que le dará energía para iniciar el día después de haber dormido menos de seis horas. En otro lugar, quizá en otro momento —los detalles son irrelevantes—, la señora Crijk duerme y sueña que camina, lentamente, por el vecindario del señor Wattford (a quien, hasta ahora, no conoce).
En un evento extraordinario, la señora Crijk, dormida, y el señor Wattford, apurado y con la boca todavía caliente por el café que no pudo saborear, se encuentran en un mundo desconocido para ambos.
El señor Wattford camina de prisa, con la mente siempre en un momento que no existe, en un momento que ocurrirá, pues es una persona productiva. La señora Crijk se toma las cosas con calma, pues es una persona más de procesos que de productos. Él lleva prisa (no es para menos), y la presión le ayuda a producir. Ella se deja llevar por la calma (no es para más), y el proceso le ayuda a tranquilizarse. Ella en cada momento, él en ninguno. Ambos se mueven; él con los pies en la tierra y ella soñando, uno directamente hacia el otro. Se encuentran, pero no se saludan.
La señora Crijk despierta algo tarde. A su lado yace, soñando, el señor Wattford, a quien nunca se cansará de conocer.

17 de diciembre de 2009

La paradoja de lo feo que se siente no sentir nada

—Para la otra te voy a poner una para caballo —me dijo riendo la semana pasada. Yo también me reí, sentí un adelanto de alivio.
Y sí: me puso una para caballo. Ya en el coche, de regreso, con la mitad de la boca y de la lengua dormidas, pensé en la incomodidad de la falta de sensación. Primero una pomada que atonta la lengua y a su agente; luego un piquete incómodo para no sentir dolor (ya la lengua y el agente fueron estratégicamente atontados para evitar reclamos); después un taladro que, para cualquier persona que haya visitado al odontólogo más de una vez, estará inevitablemente asociado, en el mejor de los casos, con el característico olor a diente molido, y con un calambre que inicia en la boca y se manifiesta con pequeños saltos corporales, en el peor.
Se sentiría peor sentir, desde luego, pero sólo en ese momento. El procedimiento se lleva a cabo cuando apenas se empieza dormir la boca, pero los efectos más fuertes siempre se manifiestan cuando lo que quieres es comer algo diferente a tu propio cuerpo (empezando por el cachete).
Así llegué a la conclusión de que, por extraño que suene, se siente feo no sentir nada.

8 de diciembre de 2009

Ladran

Me dijeron más de una vez ya que me odia. Busqué en internet una frase que, supuestamente, aparece en el Quijote (que no he leído), pero resulta que no. El punto es que me gusta mucho divertirme y, para algunos, la diversión está peleada con la seriedad y con el trabajo.
Ella me odia, me dijeron más de una vez ya. Trabajo en un lugar donde el gobierno invierte en personas para que salten y giren en el aire, entre otras cosas. Yo, como servidor social, sin recibir ni un peso del gobierno, no puedo girar en el aire (de poder, puedo, pero mi trabajo —gratuito— no es divertirme).
Que sea ésta la última vez que hablo de ella; que ella, que —dicen— me odia, hable de mí todo lo que quiera, de cómo juego, de lo mucho que me divierto. El dinero que no me paga el gobierno me motiva para que ellos, los que giran en el aire, lo hagan con una sonrisa.
"Ladran, Sancho, señal que cabalgamos".

6 de diciembre de 2009

Sonrió después

Con la mirada hacia otro lado, con la mirada lejos de mí, me dijo todo lo que sintió (y lo que sentía también). ¿Qué le decía? Pensaba sin decir nada, contrario a mi vieja costumbre de decir sin pensar nada. ¿Qué le decía?
Ahí estaban, simples, los tres mundos en los que —a veces— creo. Ni pensé ni dije: hice.
Dice Juan Villoro que para un mexicano aceptar un error es peor que cometerlo. Dijo ella que intentar reparar un error sólo lo agrava. Fue tan grande el error que qué más daba reconocerlo y hacerlo peor, que qué más daba intentar repararlo y descomponerlo más.
"Me sentí como un perro", me dijo; así empezó todo. Con la mirada hacia otro lado.
Reconocí el error (habría sido un error que jamás habría querido reconocer no hacerlo), pensé en una solución (el perro sería yo) y regresamos (no estábamos tan lejos).
Sí, me equivoqué; sí, lloró; pero, al final, no salió tan mal. Sonrió después.